He vuelto a Castaños y como cada vez que recorro esos interminables paisajes de desierto, llegan los recuerdos. Hoy que fui a una tiendita (porque afortunadamente acá todavía se va a la tiendita y no al oxxo) cerca de mi casa, me encontré con una chica un poco menor que yo --tengo un vago recuerdo de ella de hace unos siete años-- y de pronto me vi en la época de secundaria, rodeada de chicas como ella, mis 50 kilos de peso y mi metro sesenta de estatura, no eran nada en comparación con esas chicas de anchas caderas, bustos grandes y ropas entalladas.
Se paraban con autoridad, lanzando el pecho hacia fuera y retando a quien intentara llevarle la contra. Yo las miré siempre de lejos y admiraba ese “algo” que las hacía ganarse el respeto, por lo menos del resto de las mujeres. Ellas son las hijas del desierto de mi tierra: ásperas, valentonas, arrogantes e impenetrables. Ellas son las descendientes de aquellas mujeres nómadas que para dar a luz se agarraban de las ramas de un árbol, cortaban el cordón umbilical e inmediatamente seguían su camino como si nada.
Las mujeres del desierto desafían todos los obstáculos, salen de noche a cortar leña, se levantan antes que nadie, con los primeros cantos de los gallos, y todos los días, a todas horas, se paran frente a la muerte y la retan.
Mi abuela es un claro ejemplo de esto, es toda una mujer de desierto, tiene las manos rugosas, ásperas, como planta de desierto, pese a su cuerpo pequeñito, esa mujer tenía en su brazos y sus piernas la fuerza suficiente para arrear caballos, moler maíz, levantar macetas, cargar costales de verduras, educar a 15 hijos y además adoptar otros cuatro que, por azares del destino, tuvo que cuidar.
A veces la muerte parece que la convence, que le gana y ella dice despacito, como si no quisiera ser oída, que “está vida no es vida” y empieza a enumerar uno a uno todos sus muertos y se queda pensando, imaginando por horas, hasta que los gritos de alguno de sus bisnietos rompen con el silencio y la vida se extiende por toda su habitación y ella sonríe con gratitud a esa criatura --como ella les dice-- que espantó una vez más la muerte de su casa.
Otra incansable mujer del desierto es mi tía Socorro, la hermana mayor de mi papá. Es una vieja gordita que avanza con un paso lento y pausado. Todos los días recorre las calles que separan su casa con la de mi abuela para tomar una taza de café y recordar. Yo las miro encantadas, entendiendo ese código extraño que hay entre ellas (y que no existe con las demás hijas), sorprendiéndome con sus interminables historias. Si por alguna razón mi tía no llega a la cita, ya está mi abuela pegada a la puerta, asomándose a ver si aparece por algún lado.
Pereciera que el tiempo y la muerte hacen estragos en mi tía lentamente, pero ella nunca deja que le ganen la batalla. Con muchos esfuerzos camina, ve, oye; tan despacio va perdiendo los sentidos que nunca se dio cuenta que ya los demás tenían que gritarle, que ahora tendría que usar un aparato en el oído izquierdo, que ahora tampoco el derecho le funcionaba. Pero, eso sí, nunca olvida su sonrisa, sus carcajadas estrepitosas y sus ojos llenos de ternura cada vez que me paro junto a su mecedora y me dice “nena” y me abraza.
Si algo me han enseñado estas mujeres, es a sobrevivir todos los días, a sacarle la vuelta a las adversidades, a sonreír, a mirar el cielo, a amar la tierra que les permitió sobrevivir, y si a veces me parece que carezco de su fuerza y valentía, siempre me siento orgullosa de la sangre de mujer del desierto que corre por mis venas.
Se paraban con autoridad, lanzando el pecho hacia fuera y retando a quien intentara llevarle la contra. Yo las miré siempre de lejos y admiraba ese “algo” que las hacía ganarse el respeto, por lo menos del resto de las mujeres. Ellas son las hijas del desierto de mi tierra: ásperas, valentonas, arrogantes e impenetrables. Ellas son las descendientes de aquellas mujeres nómadas que para dar a luz se agarraban de las ramas de un árbol, cortaban el cordón umbilical e inmediatamente seguían su camino como si nada.
Las mujeres del desierto desafían todos los obstáculos, salen de noche a cortar leña, se levantan antes que nadie, con los primeros cantos de los gallos, y todos los días, a todas horas, se paran frente a la muerte y la retan.
Mi abuela es un claro ejemplo de esto, es toda una mujer de desierto, tiene las manos rugosas, ásperas, como planta de desierto, pese a su cuerpo pequeñito, esa mujer tenía en su brazos y sus piernas la fuerza suficiente para arrear caballos, moler maíz, levantar macetas, cargar costales de verduras, educar a 15 hijos y además adoptar otros cuatro que, por azares del destino, tuvo que cuidar.
A veces la muerte parece que la convence, que le gana y ella dice despacito, como si no quisiera ser oída, que “está vida no es vida” y empieza a enumerar uno a uno todos sus muertos y se queda pensando, imaginando por horas, hasta que los gritos de alguno de sus bisnietos rompen con el silencio y la vida se extiende por toda su habitación y ella sonríe con gratitud a esa criatura --como ella les dice-- que espantó una vez más la muerte de su casa.
Otra incansable mujer del desierto es mi tía Socorro, la hermana mayor de mi papá. Es una vieja gordita que avanza con un paso lento y pausado. Todos los días recorre las calles que separan su casa con la de mi abuela para tomar una taza de café y recordar. Yo las miro encantadas, entendiendo ese código extraño que hay entre ellas (y que no existe con las demás hijas), sorprendiéndome con sus interminables historias. Si por alguna razón mi tía no llega a la cita, ya está mi abuela pegada a la puerta, asomándose a ver si aparece por algún lado.
Pereciera que el tiempo y la muerte hacen estragos en mi tía lentamente, pero ella nunca deja que le ganen la batalla. Con muchos esfuerzos camina, ve, oye; tan despacio va perdiendo los sentidos que nunca se dio cuenta que ya los demás tenían que gritarle, que ahora tendría que usar un aparato en el oído izquierdo, que ahora tampoco el derecho le funcionaba. Pero, eso sí, nunca olvida su sonrisa, sus carcajadas estrepitosas y sus ojos llenos de ternura cada vez que me paro junto a su mecedora y me dice “nena” y me abraza.
Si algo me han enseñado estas mujeres, es a sobrevivir todos los días, a sacarle la vuelta a las adversidades, a sonreír, a mirar el cielo, a amar la tierra que les permitió sobrevivir, y si a veces me parece que carezco de su fuerza y valentía, siempre me siento orgullosa de la sangre de mujer del desierto que corre por mis venas.
7 Comments:
Perdón! no te quiero volver loco, sólo intenté darle otro enfoque... Aquí está, a ver qué le parece...
Saludos!
En definitiva el enfoque es completamente distinto que el primer texto expuesto con el titulo “Las mujeres del desierto”. Que lindo poder imaginar que una abuela del desierto abrace a mis nietos.
Ciao
Gerardo...
OK, me gustó este enfoque renovado. Excelente texto. De todas formas si estoy medio loco, pero no es porque cambies - escondas - modifiques tu blog. Saludos.
¿Quién es el mago y viajero?
me intriga...
me parece que hasta sentí arenita en los ojos... tu texto está incontrolablemente —porque se va, camina por sí solo—, tierno y bastante nostálgico...
cr. cr. cr.
precisamente a esto me refería...
tus escritos son como una realidad virtual... se siente la arena pasando a los lados con la furia del viento en una tormenta de invierno o verano... se siente el olor a cajeta quemada, a plantas recién regadas, a soledad, al polvo sobre los jarrones ancestrales... se siente una sonrisa dibujada en mi boca... un sentimiento de adrenalina recorriendo mis venas...
si... creo que leerte es adictivo...
precisamente a esto me refería
Hermoso post! Me has conmovido mucho! Sospecho que conozco algunas de esas mujeres del desierto, pero que se han mudado -y camuflado- a mujeres de la costa.
Siempre hay honestidad y corazón en tus letras Cyn, felicidades.
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